Un ecólogo universal

Este 2019 se celebra el centenario del ecólogo catalán Ramon Margalef, un científico con un legado que tiene una influencia de alcance mundial.

«Los poetas deben comer«, dijo Margalef el 11 de enero de 1987 en un plató televisivo cuando se le pidió por la preeminencia de la naturaleza sobre la cultura. Enfrente, un Espinàs atónito reaccionaba con la finura que le es propia: «Y la naturaleza no es necesario que haga versos«. «Pero los hace, aunque no los sabemos leer«, remachó Margalef volviendo a desconcertar a su interlocutor.

Este recorte de una conversación fabulosa, durante la que el entrevistado no abandonó en ningún momento la sonrisa socarrona que le caracterizaba, tiene la virtud de cristalizar la esencia del ecólogo Ramon Margalef, de quien este 2019 se celebra el centenario: una capacidad insólita para entrelazar ámbitos del conocimiento aparentemente desconectados, un sentimiento de maravilla ante el mundo natural, un sentido del humor juguetón y una humildad tan auténtica que los ingenuos podían confundir con inocencia. A pesar de esta modestia, Margalef fue una de las personas que más bien supo leer los versos que compone la naturaleza y que, no sólo en nuestro país, sino a escala internacional, contribuyó a ayudar generaciones de científicos a disponer de nuevas herramientas para leerlos. Unas herramientas que se distribuyen a lo largo de más de 400 artículos científicos publicados, una veintena de libros escritos, una cuarentena de tesis doctorales dirigidas y incontables clases y conversaciones.

En Margalef se combinaban, además, una curiosidad inagotable, una capacidad intelectual prodigiosa y, como dice Marta Estrada, bióloga marina del Instituto de Ciencias del Mar del CSIC y discípulo suya, «una capacidad de trabajo enorme«. De hecho, en el departamento de ecología de la Universidad de Barcelona se le conocía por el martilleo continuo de la máquina de escribir que salía de su despacho y que colonizaba los pasillos. Apenas se detenía para cambiar el papel: a medida que iba llenando páginas aprovechaba el impulso del rodillo y las dejaba caer al suelo mientras, rápidamente, añadía otra para continuar tecleando. Con esta acción sostenida, que culminaba con el suelo cubierto de papeles escritos, sólo conseguía posponer el momento de parar para recogerlos, en una muestra más que, de momento, no hay ningún mecanismo de expresión que consiga seguir el ritmo del pensamiento humano. «Es un accidente de la evolución que el ser humano se comunique linealmente«, se lamentaba siempre.

Este carácter le llevó a hacer contribuciones decisivas a la ciencia de la ecología, que fueron reconocidas con todas las medallas, cruces y distinciones nacionales habidas y por haber, y con numerosos galardones internacionales, entre los que destacan la Medalla Prince Albert de el Instituto Oceanográfico de París (1972), el Premio Alexander von Humboldt (Alemania, 1990) y el Premio Huntsman de Oceanografía Biológica (Canadá, 1980), considerado el Nobel de las ciencias marinas. La National Science Foundation de los Estados Unidos declaró en 1988 que sus trabajos sobre el fitoplancton marino habían anticipado varias décadas y habían marcado el camino a seguir en la investigación biológica. Además, Margalef comparte con Santiago Ramón y Cajal y Severo Ochoa fue uno de los tres científicos de España más destacados en las ciencias de la vida de entre 95 investigadores de todo el mundo. Por si fuera poco, su artículo «On certain Unifying principles in ecology» de 1963 es considerado uno de los diez artículos clásicos de toda la biología del siglo XX.

Un naturalista precoz
Margalef, nacido en Barcelona el 16 de mayo de 1919, empezó de muy pequeño a interesarse por la naturaleza. En su casa se pasaba el día en el huerto, y la mínima oportunidad se iba de excursión con un amigo para investigar la vida que había en balsas, lagos y arroyos de montaña. Después de un tiempo de escuela que él mismo reconocía como aburridísimo, su padre contrató un profesor particular, un judío alsaciano, que le enseñó francés, alemán y matemáticas, lo que le abrió la puerta del mundo. La Guerra Civil truncó esta formación y Margalef se vio forzado a servir a la División Líster del ejército republicano y participar en la Batalla del Ebro, donde fusilaron a su compañero de excursiones. Con el humor que le caracterizaba, y que defendía como mecanismo de supervivencia, de esta época que se prolongó siete años a consecuencia del servicio militar obligatorio, decía que había tenido unos años con mucho tiempo para meditar.

Después estudió biología en pocos años y dejó el trabajo a la Mutua General de Seguros para dedicarse ya profesionalmente a su pasión. La falta de recursos de los años 40 le empujó a construirse él mismo un microscopio con piezas compradas en mercados de viejo y hacer válida, así, una citación con el que fue conocido décadas más tarde: «Un ecólogo debe saber meter un tornillo con un martillo y clavar un clavo con un destornillador «. Gracias a esta pericia técnica estudió el plancton, que hasta entonces se consideraba poco más que una sopa de animales, y consiguió relacionar su estructura con los parámetros físicos y químicos del agua. Su primera aportación importante en este ámbito fue la identificación de especies como indicadores de calidad del agua, un enfoque que hoy es más válido y utilizado que nunca.

En 1950 comenzó a trabajar en el Instituto de Investigaciones Pesqueras, que más adelante se convertiría en el actual Instituto de Ciencias del Mar del CSIC. Como director del centro amplió el foco de investigación de las especies de interés pesquero, como la merluza y la sardina, a una visión más general de los ecosistemas marinos. Sus trabajos sobre el plancton comenzaron a tener repercusión internacional, hasta el punto que el gobierno de los Estados Unidos el becó para que viajara indefinidamente por las universidades del país. Recibió muchas ofertas para quedarse pero las declinó por motivos familiares. En 1967 creó el departamento de ecología en la Universidad de Barcelona y se convirtió en el primer catedrático de ecología de España.

La síntesis sin fronteras
«¿Cuántos naturalistas de los años 50 leían artículos sobre la teoría de la información?«, Se pide Celia Marrasé, investigadora del Instituto de Ciencias del Mar, discípulo y joven de Margalef. Al menos uno. Porque sin esta curiosidad que se materializaba en voracidad lectora, Margalef no habría hecho una de sus aportaciones capitales. A partir de estas lecturas consiguió desnudar mentalmente un ecosistema de todo lo que le era accesorio y entender que los organismos que lo constituyen son como las palabras de un texto o los elementos de un mensaje. Si se aplica la ecuación para calcular la cantidad de información contenida en un mensaje, se obtiene un valor que caracteriza la diversidad de un sistema natural. Esta diversidad, a su vez, está relacionada con la madurez del ecosistema y con su capacidad de respuesta ante alteraciones -un ecosistema maduro y más diverso es más estable-. También tiene una relación muy estrecha con el concepto físico de entropía, lo que al cabo de Margalef cerraba un círculo: los sistemas naturales, como cualquier otro, están sometidos a las leyes de la física, y estudiarlos desde esta perspectiva debía aportar por fuerza nuevo conocimiento. Estas ideas tan originales, que cristalizaron en 1957 en el artículo «La teoría de la información en ecología», que usó como discurso de entrada en la Real Academia de Artes y Ciencias de Barcelona, ​​lo hizo conocido en todo el mundo.

«Siempre perseguía la síntesis, los principios generales que regían el comportamiento de los ecosistemas«, explica Marta Estrada. En este sentido, Margalef siempre decía que «hay muy pocas leyes en la naturaleza, y que básicamente son unos letreros que dicen por aquí no hay pases«. Con estos rótulos como guía, en 1963 publicó su artículo más citado y, a partir de un curso que impartió en la Universidad de Chicago, el libro Perspectives in ecological theory, en 1968, que se tradujo en seguida a muchas lenguas y que no tuvo versión en castellano hasta después de diez años. Esta visión general de los sistemas naturales como sistemas físicos hizo que le invitaran a universidades de todo el mundo, y no siempre para hablar con estudiantes de biología. A menudo dejaba boquiabiertos alumnos de física o de economía.

«Leía mucho, y no sólo ciencia«, explica Joandomènec Ros, actual presidente del Instituto de Estudios Catalanes y discípulo que le sucedió a la cátedra de ecología. «Mantener una conversación con él era impresionante -añade-, en cualquier momento podía citar la Biblia o El Quijote. A veces descubrías un autor interesante, se lo contabas y resultaba que ya la había leído en su juventud. Esto era frustrante pero interesante al mismo tiempo, porque quería decir que podías mantener una conversación sobre cualquier tema «.

«No veía fronteras entre las disciplinas«, dice Celia Marrasé. Quizá por eso impulsó las llamadas sesiones de magia, que se celebraban cada jueves por la mañana en el departamento de ecología de la Universidad de Barcelona. En estos encuentros se invitaban investigadores de otros campos para que expusieran ideas rompedoras que permitieran desencarcarar el pensamiento de los asistentes y dotarlos de nuevas estrategias para afrontar su búsqueda. Uno de los invitados habituales era el físico Jorge Wagensberg, que en referencia a la compartimentación artificial del conocimiento siempre había defendido que la naturaleza no tenía la culpa de los planes de estudio ni de los proyectos de investigación.

De estas sesiones salieron ideas para tesis doctorales sorprendentes, una de las cuales fue presentada apenas el año pasado por el biólogo Albert Masó. Una parte de esta tesis se basa en la idea de que, tal como ocurre con las tallas de las camisetas -hay la S, la L y la M, pero no hay ninguno enmig-, las alas de las mariposas de tamaños diferentes dentro de una misma especie también tienen un número concreto de células. Así, las mariposas de la misma especie siempre tienen el doble de células en las alas que los ejemplares del tamaño inmediatamente inferior. Esta cuantización celular, sugerida por Margalef y comprobada en este trabajo, indica un posible y sorprendente mecanismo evolutivo aún desconocido.

Otra de las ideas mágicas surgidas de las sesiones de los jueves y que fue objeto de otra tesis doctoral es la correspondencia entre la estructura interna de un ecosistema y la de un aparato electrónico o mecánico. En un bosque puede haber especies con muchos individuos, como las hormigas; especies con pocos individuos, como los zorros, y especies que se mantienen entre unas y otras. Del mismo modo, en un aparato hay piezas muy abundantes, como los tornillos, y otros más escasas, como las pantallas. Pues resulta que si se analiza la cantidad de piezas de cada tipo en términos de la diversidad que se utiliza para estudiar un ecosistema, se obtienen valores sospechosamente parecidas. No se obtiene el mismo si se estudia un coche de juguete, pero sí cuando el coche es real. Tanto un ecosistema como un televisor son sistemas funcionales que tienen mucho más en común de lo que parece.

Un profesor memorable
Este carácter transfronterizo lo convirtió también en un profesor especial. «Era muy generoso«, dice Joandomènec Ros. «No firmaba los artículos de las tesis que dirigía, lo que hoy no pasa«, añade. Teniendo en cuenta que dirigió más de 40 tesis doctorales, con este dato los más de 400 artículos que firmó adquieren una nueva dimensión. Aparte de eso, daba mucha libertad a los doctorandos y pocas veces los respondía si consideraba que podían llegar a las respuestas ellos mismos. Una vez, Marta Estrada fue a ver porque no estaba segura de incluir una idea en la tesis doctoral que preparaba, y Margalef, haciendo gala una vez más de su humor, le respondió que «una tesis es como una sartén, se pone todo lo que sobra en la cocina «.

En cuanto a los estudiantes de cursos inferiores, a menudo los examinaba con preguntas nuevas en lugar de hacerlo con problemas estrictamente académicos. Y lo hacía en la biblioteca, para que tuvieran acceso a la máxima cantidad de información posible. Alguna vez también les había sorprendido pidiéndoles calcular la diversidad de una página de El Quijote o planteándoles exámenes con una sola pregunta – «¿Qué es la ecología?» – o incluso sin pregunta. En este último caso, les pedía que eligieran ellos mismos la pregunta y la respondieran. Curiosamente, el número de suspendidos era siempre, más o menos, lo mismo.

A pesar de su bondad, generosidad y todas las aportaciones que hizo, Margalef es poco conocido por el gran público. Según Marta Estrada, esto tiene una explicación: «En este país tenemos poca cultura científica«. «De hecho -añade-, Severo Ochoa y Ramón y Cajal son conocidos porque ganaron el Nobel«. Además, «no le gustaba presumir ni la presencia mediática, y su humor cáustico menudo incomodaba tanto los políticos como los estudiantes y los colegas científicos«, explica.

El hombre en la naturaleza
Margalef también protagonizó algunas polémicas, que se originaban principalmente en el choque entre su conocimiento profundo y racional de los ecosistemas y las concepciones sesgadas ideológicamente de ciertos sectores sociales. Una vez, por ejemplo, dijo que la acuicultura era un disparate ecológico. Para hacer crecer las lubinas de piscifactoría hay pescar otros peces para hacer el pienso que los alimenta. Pero como cuando se pasa al nivel trófico superior, en un ecosistema se pierde un 90% de la energía, resulta que con estos otros peces se podrían alimentar 10 veces más personas que con las lubinas. La situación es equivalente a lo absurdo de criar 10 vacas para matarlas y hacer pienso para alimentar un león que serviría de alimento.

Pero las polémicas más agitadas las solía tener con algunos sectores del ecologismo. Para empezar, siempre le gustaba aclarar que «la ecología es el ecologismo lo que la sociología es el socialismo«. Él mismo explicaba que la ecología es la ciencia que estudia los ecosistemas y el ecologismo es un movimiento que, como buena parte de las religiones organizadas, promueve un sincero sentimiento de culpa que a veces conduce a decisiones personales acertadas. En este sentido, siempre criticó aquellos que promovían la conservación de una naturaleza inmaculada y no manoseada por el hombre, de una naturaleza como museo, o lo que él llamaba una ecología de pala y escoba, es decir, gestionar las consecuencias de los problemas ambientales sin atacar las causas. Si la teoría de la evolución demostró que había una continuidad genética entre el hombre y la naturaleza, según Margalef la ecología demuestra que también hay una continuidad funcional: el hombre forma parte de la naturaleza. En este sentido, defendía que el hombre ha de explotar la naturaleza para vivir, pero que había que hacerlo de manera racional, algo que sólo se puede hacer con un conocimiento profundo de los sistemas naturales.

Cuando se le pedía por el futuro de la especie humana, decía que su visión era optimista y pesimista vez. Si seguimos así, argumentaba, puede que desaparezcamos de la faz de la Tierra. Pero la naturaleza continuará. Quizás este verse como parte de la naturaleza le ayudó a afrontar el abismo de la muerte con una serenidad encomiable. Cuando un portavoz de la Generalitat le llamó para anunciarle que al cabo de unos días le concederían el Premio Medio Ambiente 2004, Margalef respondió, en su último acierto: «Muchas gracias, pero el día 5 de junio ya estaré muerto «.